Comentario
Los ejércitos de Luis XII avanzaban una vez más hacia Nápoles, en esta ocasión al mando de Louis de la Tremoïlle, mientras que en Roma agonizaba el papa Alejandro VI, víctima de la malaria. El 18 de agosto llegó el fatal momento, casi al mismo tiempo que Gonzalo fortificaba la región. Abandonó Mola y Castellone y se retiró al otro lado del río Garellano, situando su cuartel general en San Germano. Eso le obligó a controlar las tres fortalezas que defienden el río: Rocasecca, Aquino y Montecassino. El choque se hacía esperar, pero era inevitable.
Lo que se ha dado en denominar la Batalla del Garellano fue en realidad la larga, y pesada, campaña del otoño-invierno de 1503. El renovado ejército francés, con más de cinco mil suizos y un tren de artillería como nunca antes se viera, se había desplegado sobre aquel fondo de fortalezas duramente defendidas por las tropas españolas. Lo mandaba Giovanni Francesco Gonzaga, marqués de Mantua, al haber enfermado Louis de La Tremoïlle. Era un cambio importante. Gonzalo tenía ante sus ojos al hombre que, años atrás, se había enfrentado a Carlos VIII en la llanura de Fornovo, y lo tenía al frente de un ejército moderno, bien pertrechado y convencido de su superioridad. Más adelante, los cronistas franceses insistirían en el hermosísimo despliegue táctico del marqués de Mantua, una obra maestra de exaltación patriótica.
Gonzalo, siempre apegado a la realidad y lejos de esas efusiones sentimentales, llegó muy cansado al Garellano, sabiendo que tendría que pasar allí el crudo otoño de aquella zona: lluvioso y frío, a veces hasta lo desagradable. Inquietos por su actitud defensiva o por sus respuestas demasiado prudentes -en contadas ocasiones se atrevía a cruzar el río hacia la zona francesa-, sus colaboradores más próximos, incluido Próspero Colonna, que mandaba la caballería ligera, hicieron el esfuerzo de seguirle en sus constantes movimientos desde Roccasecca, Montecassino y Aquino hasta Sessa, mientras Gonzaga se fortificaba en Pontecorvo, Roca Guíllerma y Castelforte; y todo ello a través de infranqueables barrizales, poniendo a prueba el valor y la disciplina de unos hombres ateridos por el frío y la humedad. Todo estrategia, todo planificación, nada de espectáculo caballeresco, sólo calculados movimientos para obtener un triunfo con el menor número de bajas posible. No debe sorprender que Gonzaga, poco avezado a esa táctica, se viera totalmente desbordado y decidiera dejar el mando en manos del marqués de Saluzzo.
Gonzalo, para quien el éxito, la carrera militar e incluso el triunfo en la batalla no constituían una meta o, por lo menos, su meta propia, era de esa clase de hombres excepcionales que buscan hacer su trabajo de la mejor manera posible, y esa consistía en conducir sanos y salvos a sus hombres de regreso a Nápoles. Las semanas, corriendo de un lado a otro a través del Garellano, estaban dando el resultado apetecido. El marqués de Saluzzo estaba cada vez más confuso, y Gonzalo contaba con un nuevo aliado, Bartolomeo de Alviano, jefe de la familia Orsini.
En la noche del 27 de diciembre, las tropas cruzan el Garellano. A Bartolomeo de Alviano le envía al norte, a Suio, mientras que Fernando de Andrade lo manda al sur, directamente a Traietto. El grueso del ejército atravesaría el río con él. Se ha discutido mucho si el marqués de Saluzzo se dio cuenta alguna vez de la estrategia ideada por Gonzalo; si el marqués hubiera podido prever que el ataque de Alviano era simplemente una estratagema, las cosas hubieran sido diferentes. Pero nunca lo tuvo claro. El nerviosismo de su gente embarcando a toda prisa los cañones para la defensa de Gaeta -muchos fueron a parar al fondo del río y los demás, a manos de los españoles-, mostraba que el ataque les había cogido por sorpresa. Aún así, Gonzalo pasó un momento de verdadero peligro cuando Próspero Colonna fue rechazado y él tuvo que dirigir personalmente a los lansquenetes bávaros hasta que llegó Bartolomeo de Alviano con la infantería desplegada. El éxito fue total. Unos días después se rendía Gaeta y con ello se ponía fin a la presencia francesa en el Reino de Nápoles.
Eso es lo que ocurrió en el Garellano, que no fue una batalla en el sentido clásico de la palabra, aunque en su ejecución se observan muchos rasgos de lo que fueron las batallas de las guerras modernas. Gonzalo se adelantó a su tiempo y por eso mismo venció en aquellas largas jornadas de sangre, sudor y lodo.